HOMILÍA DEL NUNCIO APOSTÓLICO
EN LA CELEBRACION DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LA
BEATIFICACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II
Hace seis años, tras las primeras vísperas del Segundo Domingo de Pascua, del Domingo de la Divina Misericordia, fiesta que él había instituido para la Iglesia Universal, el Dios Todopoderoso, el Señor de la Vida, llamó a Su Santidad el Papa Juan Pablo II a la vida verdadera, a la vida eterna.
Todos recordamos dónde estábamos cuando nos llegó la noticia, porque nos impactó fuertemente. Y nos reunimos entonces, en la fe y en la oración, como lo hacemos hoy, para recordar con amor y agradecimiento a esta figura excepcional, que marcó no solamente una generación entera sino también los destinos del mundo. Juan Pablo II ha sido considerado la persona que marcó más profundamente el siglo XX.
El 16 de octubre de 1978, tan lejano ya en la memoria, el Cardenal Arzobispo de Cracovia, Karol Wojtila, fue elegido como Sucesor del Apóstol San Pedro en la sede de Roma. Tras la sorpresa inicial –yo recuerdo que los periodistas no conseguían pronunciar bien su apellido- el mundo aprendió rápidamente a amar a aquel hombre por el cual se sentía comprendido y amado. El domingo siguiente, 22 de octubre, durante la ceremonia de inauguración solemne de su Pontificado, el nuevo Papa gritó: “¡No tengan miedo! ¡Abran las puertas a Jesucristo!”. Yo, joven seminarista, estaba en la Plaza de San Pedro participando en la celebración. Y esas palabras quedaron grabadas en el corazón. ¡No tengan miedo!”
La historia hablará de él como de uno de los Pontífices más importantes de todos los tiempos a causa de su incidencia en la vida de la Iglesia y en los acontecimientos del mundo en el que vivió. Hay quien le ha llamado Juan Pablo II “el Grande”, como se ha hecho para otros Papas en la historia (San León Magno o San Gregorio Magno).
Dios me concedió la gracia enorme de vivir y trabajar cerca de él en el Vaticano durante 7 años. Lo que más me impresionó de él fue que, junto con una humanidad muy rica y una normalidad desarmante, se le veía vivir con Dios, vivir en Dios, “enraizado en Dios”. Cuando uno entraba en su capilla o le acompañaba en un momento de oración en medio de cientos de miles de personas, le veía “sumergido en Dios”. Y era de esa experiencia espiritual, de su oración, de su relación viva con Cristo vivo, de donde nacían sus energías para llevar al mundo el evangelio y para estar tan próximo a la humanidad en medio de sus luchas y sufrimientos.
Juan Pablo II recorrió el mundo entero para predicar el Evangelio de Jesucristo, en la gran tradición de la Iglesia. Panamá nunca olvidará que el 5 de marzo de 1983 Juan Pablo II besó esta tierra istmeña, oró y enseñó como Pastor. Pero a su doctrina tan rica de contenidos, que hallaba su inspiración en el Concilio Vaticano II, él unió siempre la predicación de su propia vida, que hablaba más fuerte que sus palabras. Incluso antes de su elección como Sucesor de San Pedro, él fue un ejemplo de dignidad que supera los horrores del nazismo y de la persecución comunista sobre la Iglesia en Polonia. Más tarde, vivió en sus carnes el dolor de un atentado contra su vida, la alegría del perdón hacia quien intentó asesinarle, la fatiga de su peregrinación incesante por el mundo y la decadencia impuesta por la enfermedad que le llevó a la muerte, a la cual el mundo entero asistió “en directo”, porque no quiso ocultarla.
Apóstol del diálogo y del respeto entre civilizaciones y entre religiones, ha sido el primer Papa que entró en una mezquita -como hizo en Damasco- o que habló a una gran multitud de jóvenes musulmanes, como en Casablanca por invitación del rey de Marruecos Hassan II. Ha sido el primer Papa que entró en una sinagoga para orar con los hermanos judíos. En muchas ocasiones compartió su oración con los cristianos de diferentes confesiones, evangélicos, anglicanos u ortodoxos.
Juan Pablo II ha sido probablemente la personalidad mundial que ha encontrado el mayor número de Jefes de Estado y de Gobierno durante sus 26 años y medio de Pontificado, dándoles siempre el fruto de su sabiduría. Pero al mismo tiempo Juan Pablo II era el hombre que hacía parar el carro en las carreteras de Africa para encontrar a una familia en su propia cabaña.
Predicó la paz, y no sólo con palabras. Recuerdo que, mientras se preparaba la guerra entre Argentina y Gran Bretaña a causa de las islas Malvinas y cuando en los dos países se hablaba sólo de “victoria”, él viajó por sorpresa a Londres y a Buenos Aires para hablar de “paz”, lo cual impactó a la población. Y al comienzo del año 2003, envió al Cardenal Etchegaray a Bagdad y al Cardenal Laghi a Washington para tratar de evitar la guerra en Iraq. Por desgracia, la voz de Juan Pablo II que llamaba a la paz no siempre fue escuchada pero cada día un mayor número de personas comprenden la sabiduría que había en sus posiciones así como la inutilidad de los inmensos sufrimientos que la población vivió más tarde.
La profundidad de su vida de hombre y de creyente le llevó a realizar gestos verdaderos y significativos para el mundo, como cuando besaba el suelo de cada país que visitaba. Durante su visita a Tierra Santa habló con equilibrio, lleno de amor pero en la verdad, tanto a israelíes como a palestinos, los cuales, todos, apreciaron sus intervenciones.
El Beato Papa Juan Pablo II vivió momentos de entusiasmo y de alegría, como los de la entrada de Cristo en Jerusalén el domingo de Ramos (calles, plazas y estadios llenos de gente que aclamaba su nombre – y puedo imaginar la reacción de los panameños aquel 5 de marzo de 1983-), pero también conoció en su carne los sufrimientos de la Via Dolorosa, del Via Crucis. Dios permitió que viviera una gran purificación.
Es impresionante constatar que el Señor no quiso evitarle la cruz de la prueba, en particular en los aspectos que el mundo entero había reconocido como sus cualidades personales más notables:
* Pienso en el joven Papa que había sido definido el «atleta de Dios», que hacía deporte e iba a todas partes; pues bien, al final sus piernas no le sostenían y debió utilizar una silla de ruedas.
* Pienso en el Papa del que se decía que era un « actor » a causa de su capacidad de expresión; pues bien, la enfermedad del Parkinson acabó haciendo su rostro rígido e inexpresivo.
* Pienso en su palabra de políglota, fuerte y muy comunicativa; pues bien, acabó perdiendo la voz y, tras la traqueotomía, no consiguió hablar en sus dos últimas apariciones públicas.
Y ¿qué quedó en él cuando perdió su juventud atlética, su capacidad de expresión y su palabra? El testigo fiel (Ap. 1,5), que predicó en silencio con su manera de vivir la vida y la muerte. Parecía decir, como Job: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: bendito sea el nombre del Señor» (Job 1, 21).
En el momento de su elección como Papa, el mundo descubrió que su lema era: «Totus tuus» (todo tuyo, María). Habló de la entrega de su vida, como cuando en el XXV aniversario de su pontificado dijo: «Te renuevo, en las manos de María, Madre amada, el don de mí mismo, del presente y del futuro: que todo se cumpla según tu voluntad» (Homilía, 16 octubre 2003). Pero fue su vida la que expresó más vivamente esta donación, esta entrega, y la que hizo comprender la coherencia que había siempre entre sus palabras y los hechos de su vida.
Juan Pablo II quiso visitar Panamá en uno de sus primeros viajes a América Latina. En estos días he querido releer atentamente lo que él les dijo durante esa visita. Me impresionó el afecto particular que el Papa manifestó a Panamá. Y me he preguntado qué diría hoy el Beato Juan Pablo II a este pueblo panameño.
Creo que Panamá tiene hoy mayor necesidad que entonces de que desde el cielo él vuelva a hablarles de la belleza del matrimonio, de ese “proyecto originario del Creador confiado a la frágil libertad humana”, de esa “historia de amor mutuo, camino de madurez humana y cristiana”, en la cual “sólo en el progresivo revelarse de las personas se puede consolidar una relación de amor que envuelve la totalidad de la vida de los esposos”.
Juan Pablo II les volvería a proponer el ideal de la fidelidad, que “forma y madura a los esposos”, porque “incluso cuando aumentan las dificultades, la solución no es la huida, la ruptura del matrimonio, sino la perseverancia” en el amor. El invitaría padres e hijos a superar los conflictos generacionales a través del amor verdadero. Les volvería a hablar de la oración en familia. Creo que Juan Pablo II invitaría a tantas parejas que viven uniones libres a llevar su amor para que sea bendecido en el altar. Y, como hizo tantas veces en su vida, les recordaría que nadie tiene el derecho de matar a un inocente, como ocurre cuando una madre interrumpe la vida de su hijo con el crimen del aborto.
Juan Pablo II hablaba apasionadamente de la vocación del cristiano, que cree en la vida y en el amor y por ello “dice sí al amor indisoluble del matrimonio; sí a la vida responsablemente suscitada en el matrimonio legítimo; sí a la protección de la vida; sí a la estabilidad de la familia; sí a la convivencia legítima que fomenta la comunión y favorece la educación equilibrada de los hijos, al amparo de un amor paterno y materno que se complementan y se realizan en la formación de hombres nuevos”.
En Panamá, Juan Pablo II habló a los campesinos diciéndoles: “No vengo con soluciones técnicas o materiales que no están en manos de la Iglesia. Traigo la cercanía, la simpatía, la voz de esa Iglesia que es solidaria con la justa y noble causa de vuestra dignidad humana y de hijos de Dios”. También hoy desde el cielo volvería a invitar a todos los componentes de esta sociedad a hacer un esfuerzo conjunto para conseguir que el desarrollo en el país sea integral, sin dejarse arrastrar por la tentación de la violencia o de imponer soluciones por la fuerza. El les invitaría a buscar, en el diálogo que escucha al otro y acoge sus razones, las soluciones a tensiones y conflictos que ahondan los odios y crean crisis sociales.
El Beato Papa Juan Pablo II, que vino “para todos” los panameños y llamó a cada persona, familia y grupo humano o étnico a “ser siempre testigos del amor de Cristo”, recordó al despedirse de Panamá: “ En la sede de vuestra más alta institución nacional sé que se hallan cinco estatuas de bronce que representan las cualidades que han de acompañar a todo hijo de esta tierra: el trabajo, la constancia, el deber, la justicia y la ley. Que esos valores básicos de la persona y de la sociedad se vean incrementados por la
riqueza espiritual, y sobre todo por una fe cristiana que inspire toda vuestra convivencia y la conduzca hacia metas cada vez más altas”.
Juan Pablo II hoy continúa enseñándonos que Dios nos ama, que cada ser humano ha sido creado por amor a imagen y semejanza de Dios y tiene una gran dignidad, que Dios no nos ha creado como fotocopias y nos ha dado capacidad de pensar. Por ello somos diferentes y tenemos ideas distintas. Pero la diversidad es buena y nos enriquece, a condición de que la vivamos en el respeto y en el amor de aquel que es diferente y que no piensa como yo. Un jardín es más hermoso si está compuesto por flores diversas, pero si hay un sólo tipo de flor… acaba siendo feo y aburrido.
Ahora bien, si falta el amor y entra el odio, y quien piensa de manera diferente es percibido como enemigo, se llega a situaciones que acaban siendo graves, porque hacen daño a la convivencia y al tejido social.
Estoy seguro de que Juan Pablo II pide a Dios para los panameños hoy la capacidad de dialogar y de colaborar, más allá de toda diferencia étnica, social o política. Es el proyecto de Dios sobre el país! La construcción de un Panamá como Dios lo quiere necesita de la contribución de todos y de cada uno de los ciudadanos. Este país tiene potencialidades enormes, pero también son enormes las diferencias entre quienes tienen muy poco y quienes viven de manera cómoda. El nuevo Beato nos invitaría a que cada uno se pregunte: ¿Qué puedo hacer para mejorar la suerte de mi país, de mis conciudadanos más necesitados? Y todos podemos hacer algo.
Este país necesita que su población, que es buena y tiene sed de justicia, sea escuchada porque no le falta sabiduría y buena voluntad, pero cada uno debe poner lo mejor de sí mismo al servicio del bien común.
Creo que si Juan Pablo II les hablara hoy en mi lugar les diría que la clave para afrontar la vida en común entre personas de proveniencias y etnias distintas, así como de clases sociales diferentes está en el amor, en el mandamiento nuevo que el Señor Jesús nos enseñó: “Ámense los unos a los otros como yo les amé”. Porque sólo el amor al prójimo puede transformar la sociedad y llevarla a superar los egoísmos personales y de grupo que complican la vida de todos.
Hoy damos gracias a Dios por la beatificación de este gran cristiano, de este gran pastor que fue Juan Pablo II. Hoy celebramos lo que en el fondo ya sabíamos: que había vivido una vida santa, de entrega de sí mismo a Dios y a los demás, en una vida sacrificada, donada en el olvido de sí mismo. El Papa Benedicto XVI dispensó del requisito de esperar 5 años para ver si existe fama de santidad porque era evidente que ésta era muy fuerte. La Iglesia no hace a nadie “Beato” o “Santo”, sino que reconoce que su vida fue según Dios.
Pero no podemos quedarnos en celebrar su beatificación o en decir: “Yo le vi”. En más de una ocasión fui testigo de que a Juan Pablo II no le gustaba ser aclamado como una estrella mediática que las personas quieren sólo fotografiar. Para él era importante que su mensaje fuese escuchado, porque no se anunciaba a sí mismo, sino que trataba de llevar a las personas a un encuentro con Jesucristo, el Señor, el Único que salva.
En su testamento, Juan Pablo II dejó escrito: “todos debemos tener presente la perspectiva de la muerte. Y debemos estar dispuestos a presentarnos ante el Señor y Juez, y simultáneamente Redentor y Padre”. Nos hace bien recordar que todos deberemos rendir cuentas a Dios de nuestras acciones. Se puede tratar de vivir en la mentira y de engañar a los hombres, pero a Dios no se le puede engañar, porque Él conoce la verdad de nuestros corazones.
Hace 6 años, cuando el Papa Juan Pablo II terminó su peregrinación terrena nos entristeció la pérdida de un Padre, reconocido como un “leader” espiritual incluso por otras confesiones religiosas. Pero sobre la tristeza debe prevalecer el pensar en su alegría por el encuentro cara a cara con el Señor a quien él había consagrado su vida y que le habría dicho: “Ven, bendito de mi Padre, entra en la alegría de tu Señor”. Entonces perdimos a un padre en la tierra, pero encontramos un intercesor en el cielo.
Y ése es el mensaje que nos deja su beatificación: Por una parte, Juan Pablo II es un modelo para nosotros porque su vida nos enseña a vivir la nuestra en transparencia delante de Dios, en la verdad, en la entrega, en el tratar de vivir como Dios nos invita a vivir, en el amor a Dios y el servicio a los hermanos. Por otra, el reconocerlo entre los bienaventurados, Beato
Juan Pablo II, nos ayuda a confiar en su intercesión. Quien nos amó en la tierra continuará intercediendo por nosotros ante al Señor.
Y bienaventurados seremos todos nosotros si aprendemos de esta gran figura a vivir en el amor al prójimo, a buscar nuestra felicidad en el don total de nosotros mismos. Bienaventurados si confiamos en la misericordia de Dios, que es mayor que nuestros pecados y siempre nos llama a conversión y purificación, y si vivimos siendo misericordiosos con los demás. Encontraremos la alegría, esa alegría que había en el corazón de Juan Pablo II hasta el final, incluso en medio de no pocos sufrimientos. Hoy el Beato Juan Pablo II nos dice, como el Señor Jesús: “Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 11).
Gracias por su atención. Y que Dios les bendiga! Amén!
Mons. Andrés Carrascosa Coso
Nuncio Apostólico